martes, 15 de enero de 2013

La bicicleta del panadero de Juan Carlos Mestre

Juan Carlos Mestre
La bicicleta del panadero
Calambur. Poesía, 131. Madrid, 2012, 480 páginas. 25 euros. ISBN: 978-84-8359-238-0.

Cuadernos hispanoamericanos,  nº 748, octubre de 2012
Eduardo Moga

La denuncia y el amor

La poesía de Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo,  1957) se ha caracterizado siempre por su derroche imaginativo, por la fuera —la violencia, incluso— con la que su fabulación prende en la página. Tras La casa roja, Premio Nacional de Poesía en 2009, en el que parecía culminar un proceso de transmutación metafórica del mundo, iniciado con el ya remoto Siete poemas escritos junto a la lluvia —para hacerlo, paradójicamente, más real: más mundo—, su nueva entrega, La bicicleta  del panadero, demuestra que no hay palabra que alcance su fin: la palabra siempre puede radicalizarse. En los 298 poemas de este libro, Mestre lo aúna todo, lo alea todo, con un propósito existencial, humilde y feroz a la vez: " si lo has imaginado, eso mismo has vivido", afirma en "Puerta del perdón". La imaginación conduce a más vida: acrece el latido. Los versos —y, en su interior, los sintagmas— se engarzan, promiscuos, tumultuosos, sin otra relación que la que se desprende de su abrupta adyacencia —pero relación inimpugnable desde su mismo alumbramiento, evidente en su redondo e infrangible ser—, formando retahílas de imágenes que se disponen como largos convoyes ferroviarios: "miércoles dentro de los paños verdes del hospital de los incurables y en los nidos del mal agüero cuya invención ejecutan los boquiabiertos en la despedida de las grandes bandadas de pájaros", escribe Mestre en un solo versículo de "Semana sin fin". Uno de los méritos no menores de este procedimiento acumulativo es que se lleve a cabo sin disminuir el ritmo de la invención, sin que desfallezca la capacidad de ensartar cuentas tan distantes. A veces, el delirio es absoluto: en "Áspera elegía", "un trotskista sueco [es] perseguido en Málaga por un piolet", "los pastores protestantes adoctrinan al oso hormiguero" y "ni el extintor pelirrojo ni la lencería de leopardo de los poemas [se merecen] chantilly royal". Pero los temas, que siempre se identifican tras el ensamblaje metafórico, y ciertas incisiones en la realidad, en el manto reconocible de lo existente, sostienen los poemas, y las anáforas y enumeraciones, vueltas estructura, los vertebran. Una feraz intertextualidad -bíblica, literaria, pictórica, histórica, filosófica, mitológica-, aunque trastocada por la alquimia permanente de la analogía, contribuye al trenzado de los hechos y las ensoñaciones, a la urdimbre de lo imaginado y lo real. Tres poemas consecutivos, "Primera página", "Federico García Lorca" y "Poema Doce", ilustran estos mecanismos fabriles: al dato, en ocasiones desnudo, que nos introduce con naturalidad en lo comprensible, sigue el hachazo de lo inesperado, que nos enreda en lo incomprensible, y, por ende, en lo poético. Así empieza el segundo poema mencionado: "En el Broadway de los años cuarenta las cosas se estaban poniendo feas para Salvador Dalí, aunque el Retrato de la abuela Ana cosiendo ya le había cambiado la vida a más de un vendedor de seguros. (...) Las langostas hablaban por teléfono con su hermano muerto...". En la poesía de Juan Carlos Mestre, en su inclinación a la epopeya y su irracionalismo impetuoso, pero también en su materialidad desesperada, se aprecian los modos de un neovanguardismo vívido y la fecunda impregnación de la mejor poesía chilena contemporánea, desde el creacionismo de Vicente Huidobro hasta el orfismo de Rosamel del Valle, y algunas voces y acontecimientos del pasado chileno del poeta se asoman a los poemas, como en "La hija del dueño de la dulcería Schubert" —precedido por una larga cita de Violeta Parra, hermana de Nicanor Parra—, donde se menciona a los "chanchos"  la protagonista del poema les grita "cafiches a los carabineros".

Sin embargo, la radicalización que supone La bicicleta del panadero respecto a la obra anterior de Juan Carlos Mestre no es gratuita. Una causa biográfica, la pérdida reciente del padre —cuya figura aparece ya, oblicuamente, en el título del poemario—, justifica los numeroso poemas rememorativos y elegíacos, así como el sentimiento de melancolía que impregna numerosos pasajes del libro. Pero ese padre pobre, honrado y muerto es símbolo, a su vez, de todos los hombres que trabajan y sufren, de todos cuantos soportan la opresión de los poderosos. Un aire de indignación preside La bicicleta del panadero, al que contribuye la dolorosa desaparición de alguien a quien se ha amado, pero también la evidencia del latrocinio, el clamor por la injusticia y la irritación por la manipulación dolosa del lenguaje. El libro, con su palabra desconcertante, casi dadaísta, renueva la poesía social, lo que no es hazaña pequeña: Mestre reivindica a las víctimas frente a los victimarios, a los humildes frente a los engreídos, a los callados frente a los que mienten. y una larga panoplia de menesterosos es representada a menudo por figuras arquetípicas, como la del judía, destinatario de todas las ignominias, presente en muchas composiciones, al igual que el verdugo, el nazi. El poeta particulariza la alegoría mediante el recuerdo de la represión franquista y nazi de sus propios antepasados, como en "La hija del sastre", donde "en abril del 41 Antonio Abella, vecino de Paradaseca, muere en Mauthausen / Y José Mestre desaparece el primero de febrero del 42 en el campo de exterminio de Gusen". La figura de la víctima por antonomasia se prolonga en una sostenida consideración de lo hebraico, y no es desdeñable la influencia estilística que la Biblia y la tradición talmúdica han ejercido en esa poesía: el uso del versículo ("versículos como venas henchidas", escribe en "La sastrería"), las fórmulas retóricas, las repeticiones, la coordinación sintáctica. En La bicicleta del panadero, Mestre se revela antinacionalista, anticapitalista, antirreligioso, anticlerical y partidario de la rebelión, tanto poética como política, a la que llama en uno de los fragmentos de "Las tabas de la hechicera": "Se prohíbe no escribir poesía (...) / Súmate a la revuelta malgasta tu sueño en la reivindicación del mundo". No obstante, su enfado no hace hirsuto al libro: la indignación aparece contrapesada por la ironía, o trasmutada en humor, que es una de las formas más saludables de sobrellevar la ira, un humor grotesco a veces, o sutilmente disuelto en las escenas del poema, con personajes y situaciones que recuerdan a las comedias del cine mudo; un humor que cuaja en décimas paradójicas, como "Motel Mar", donde recrea cómicamente las coplas de Jorge Manrique, o recae en el propio autor, como en "Los viernes de la cacharrería", donde no ofrece un retrato amable de los poetas: "Se odian todo lo que es posible, se quitan / los premios, se desean el escorbuto". Pero no solo las ideas expresadas, o el tono empleado, acreditan las opciones éticas de Mestre: también su discurso resulta coherente con ellas, y con la íntima y anterior convicción del poeta de que todo el diccionario es poesía,  y de que toda la realidad, aun la más sórdida, lo es. Así, los vulgarismos y las frases hechas, que se mezclan con las metáforas más elevadas, reflejan ese mundo poblado por el vulgo. En "De memoria", donde propugna una poesía en combate con la tradición, antimimética, afirma, con sucesión de aliteraciones, no escribir "para echarle afrecho a los chanchos de domingo de guzmán encaramado en los retablos de Berruguete", y, a continuación, puntualiza: "Cuando oigo debatir acerca de las poéticas del silencio, me descojono de risa. Andan enredadas unas y otras con el asunto de lo claridoso y la fosforescencia, intentando venderles la moto a los mutilados de la pretensión...". Con este propósito chaplinesco, contrario a toda etereidad —y a toda grandilocuencia—, Mestre también mezcla algunas figuras reverenciales d ela literatura, como Cervantes, con otras de la cultura popular, como Mortadelo y Filemón. Su afán es intrahistórico, reivindicativo de la nobleza privada. Un afrán que conviene a este libro aluvial, colérico, hiperbólico, pero también íntimo, cuya denuncia se formula sin mengua de la delicadeza, sin sustraer amor.

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A toda página. El diario montañés, 28/12/2012
Javier Menéndez Llamazares

La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre

Aristóteles en Villafranca del Bierzo

Cuando llega a mis manos la última entrega poética de Mestre me sorprenden sus casi quinientas páginas, una extensión inusitada para un libro de versos, más dados, como el velocista, a la corta distancia. Sin embargo, ese medio millar lejos de llamar al pánico auguran un prolongado estado de gracia, como si viviéramos de nuevo en campaña electoral y las ideas fueras brillantes y voladizas y las palabras pudieran cambiar el mundo.
Y es que, quien le ha leído lo sabe, Mestre es un auténtico prestidigitador, capaz de trocar las frases en asombro y detener los relojes durante el instante preciso para el trance. Aún más: quien le conoce, no puede sino amarlo.

Recuerdos

Cuando quien suscribe tenía apenas diecinueve años, el mundo era una biblioteca con nombres dorados en los lomos de cada tomo. Gamoneda, Ángel González, Bretón o Maiakovski llenaban los días; las noches eran para la vieja máquina de escribir, que transcribía versos que evidenciaban lecturas y filias, además de falta de pericia. En el verano de 1992, por recomendación de Alejandro Valderas, fui invitado a la fiesta de la literatura leonesa, el acto de ‘Poesía para vencejos’ que cada año se celebra en el castillo medieval de Palacios de la Valduerna, donde vive el profesor Felipe Pérez Pollán.

Recuerdo que aquella tarde de agosto pasé los peores nervios de mi vida, a pesar de la mirada generosa de Antonio Colinas, cuyos libros llevaba en mi cartera, para que me los dedicase. Antes que yo se acercó al micrófono un poeta de rizos rubios rebeldes, con la media sonrisa calada. Vestía entero de azul petróleo, y sus lentes redondos brillaban bajo el sol de media tarde. Con su ritmo pausado y una dicción que no encajaba con el origen berciano que acaba de anunciar el presentador, el joven declamó ‘Elogio de la palabra’. Mis ojos se abrieron cuando dijo: «Esta palabra y la sombra de esta palabra…». Luego, con ‘El arca de los dones’ ya no hubo quién me sacara de mi asombro. Más tarde, durante la cena, no paré hasta conseguir sentarme junto a aquel hombre que era capaz de dar vida a las palabras más elementales. Aquella noche empezamos a conversar, y todavía no hemos terminado. Era Juan Carlos Mestre.

Impreso

Cuando abro mi ejemplar de ‘La bicicleta del panadero’ lo hago, debo admitirlo, con cierta precaución. Desde hace meses los libreros lo despachan a sus clientes preferidos, que luego repasan cada verso. Yo he querido demorar ese momento; muchos de sus poemas ya me resultaban familiares, pues el poeta gusta de adelantar pequeñas pinceladas de su obra, desperdigándolas aquí y allá, siempre generoso con aquellos, tantos, que le piden un texto para su revista, una tarde en su tertulia o un guiño en su blog. Y así va sembrando el poeta plaquettes, lecturas o libros de artista, en un irresoluble puzzle que sólo de cuando en cuando se completa con una obra mayor, que hace las veces de pequeña antología –o inmensa, como en este caso–.

La precaución se debe a que Mestre no es sólo su poesía, sino su propia actitud ante ella. Cuando le has visto arrancar el desgarro a su pequeño acordeón, jugar con sus timbres de bicicleta o simplemente elevar la mirada mientras recita, como si buscara en los cielos respuestas imposibles, cuando has escuchado su poesía siempre temes que la letra impresa sea demasiado poco. Tal vez por eso lees sus versos como si los estuvieras escuchando, imaginando mentalmente el tono del poeta, y su acento con leves cicatrices de sus años chilenos.

El artista total

Claro que Mestre ya no es un poeta, o no sólo. Es un hombre orquesta y es también un museo ambulante; sus dedicatorias a la acuarela hacen que sus files aguarden con paciencia en largas filas en cada una de sus firmas de libros. Maneja el tórculo con la misma soltura con que se quita el sombrero, y hasta se permite tener un amigo que le lleve la página web y esas cosas para las que ya no tiene tiempo, mientras él vive en una sinrazón de estaciones y últimos avisos.

Pero sin saber cómo siguen brotando los versos, esa pasión encendida con la que busca la felicidad y combate toda tiranía. En su último libro, hay insumisión y dulzura. Los pensamientos bailan ante nosotros, con guiños a Marcuse y a Girondo y a todos los escritores combativos, los que más admira. Pero también hay recuerdos para Gilberto Ursinos, para su pequeño Valle del Bierzo y para el hijo del panadero, que no es sino una versión más joven de sí mismo. Como este libro, que parece una continuación natural de ‘La poesía ha caído en desgracia’, como si por Mestre no hubieran pasado los años y los premios. Claro que también hay saltos terrenales y de precisa contemporaneidad, porque ¿quién iba a sospechar que le gustase Nick Cave?

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