martes, 6 de febrero de 2007

La poesía es un tipo de comunicación defectuosa: conversación entre David Bustos y Andrés Anwandter


Andrés Anwandter (1974), es una de las voces más notorias de los ‘90. Más allá de las notas estridentes de algunos medios, este valdiviano afincado en Santiago, destaca por su lucidez a la hora de diseñar estrategias de escritura.
Pues bien, el pretexto de esta entrevista, fue hablar y hablar hasta llegar a Banda Sonora (La Calabaza del Diablo, 2006) su último libro. El resultado son estas preguntas y respuesta que se prologaron por, al menos, dos meses.

¿Andrés existe realmente una división entre la generación del ‘80 y ‘90? Sé que hablar de generaciones es complejo y a muchos no les gusta. Pero claramente hay una Dictadura y una “vuelta a la democracia” que moldea o contamina ciertas poéticas que se dan en ambas generaciones.
Te lo pregunto a propósito de una conversación que hemos tenido antes, respecto a que los ‘80 son más Beat, pese a que la Black Montain School funcionaba en paralelo a los Beat en USA, tanto así que los únicos siete números de The Black Mountain Review son del 1954 a 1957, y que Aullido de Ginsberg se publica en Inglaterra por primera vez en el 1956.
Todo esto lo menciono por la importancia del movimiento Beat en Chile respecto a la generación de los poetas del ‘80 y quizás la importancia de The Black Mountain School de Olson en los ‘90. ¿Piensas que hay algún paralelismo? ¿La Dictadura puede que haya inclinado la balanza en los ‘80 al movimiento Beat, precisamente por qué su vitalidad era más congruente con lo que se estaba viviendo en Chile en esos momentos?

Bueno, aquí hay varias preguntas en una. Trataré de contestar en orden. Lo primero, si se produce una diferencia entre las poéticas de los ‘80 y los ‘90, a propósito del cambio de régimen político. Habría que partir constatando que en cada generación conviven varias poéticas distintas, más o menos inteligentes para abordar sus contextos de producción, y para trascenderlos a fin de cuentas. En ese sentido es complejo definir bien el perfil de las generaciones. A finales de los años ’80, por ejemplo, aparte de poéticas con una larga historia (como las de Parra, Lihn, Díaz-Casanueva, Teillier, o los poetas del ’60) había en Chile una nueva poesía urbana, una poesía femenina, una poesía mapuche, una poesía experimental, y otras que se me escapan, que en su mayoría han continuado evolucionando hasta hoy. Con la transición a la democracia no se pierde esta diversidad, pero sí cambia el sentido del quehacer poético. Tengo la impresión (y puede ser una impresión falsa) de que escribir poesía de cualquier tipo en Dictadura implicaba suscribir una actitud contracultural, sumarse a través de la palabra a una resistencia política colectiva, lo que le imprimía una urgencia y un riesgo muy concreto a la escritura. Es este sentido el que se habría perdido a partir de los ’90, comenzando un período de proyectos poéticos más individualistas, y de bastante perplejidad y vacilación en cuanto a la relación de la poesía con la sociedad. Aparte de que el sistema democrático era aún muy frágil (digo, como para que la poesía en general adoptara una posición crítica explícita ante éste), comienzan las subvenciones estatales a la creación y se formaliza más el sistema de talleres, lo que genera una suerte de profesionalización perversa del oficio de poeta, junto con una aparente despolitización. Digo aparente, porque me parece que la mejor poesía que se ha producido en la última década es consciente de estas contradicciones y trata de resolverlas en el texto, de manera más sutil o hermética, a través de la manipulación del lenguaje.

No tengo muy claras las lecturas de la gente que empezó a escribir en los ’80. Supongo que la poesía Beat (y sobre todo Ginsberg) fue importante, aunque es difícil medir su influencia a nivel poético: está clara en José Ángel Cuevas, pero él no es exactamente un poeta de esa generación, se asoma quizás en libros como Vírgenes del Sol Inn Cabaret o Fabla Graffiti, pero es posible que la influencia sea más a nivel de actitud vital. Lo que sí tengo claro es lo que leíamos algunos durante los años ’90: poesía anglosajona sí, pero más bien autores modernistas como Pound y Eliot, Auden, Williams, Wallace Stevens, de los Black Mountain creo que solamente a Creeley, de la New York School a Ashbery. Más tarde, sobre todo a instancias de Germán Carrasco, autores pertenecientes al objetivismo como Oppen y Zukofsky. En mi experiencia, es Germán el que propone primeramente abordar todos estos autores en inglés, hacer uno mismo sus propias traducciones, etc. Ahora bien, la fascinación por esta poesía (que no sé exactamente cuán generalizada es) creo que tiene que ver con lo que decía más arriba: ofrece modelos de escrituras que abordan la política de manera oblicua, sin construir siempre un sujeto, una voz que testimonia o denuncia cómo le afecta el sistema social, sino más bien indagando en aquello que condiciona la producción de los sujetos. Esto es claro en una poesía como la de Olson, que a través de su historización del pueblito de Gloucester articula un discurso sobre el capitalismo más crítico, creo yo, que el de Ginsberg.

Podría decirse entonces que en el repliegue de los ‘90, hay también una apertura que se traduce en una actitud para indagar las posibilidades del lenguaje.
Pues bien ¿qué piensas cuándo algunos poetas consideran que esa actitud es “academicista y fome”?. Pregunto esto porque pienso que es necesario reflexionar acerca de la figura del poeta académico y su escritura. Como también acerca del rol de la “entretención”, que creo va más por el lado autoasignado a que el poema debe comunicar algo que sea fácilmente traducible por un emisor o lector.

Estoy de acuerdo con lo primero, con la idea de un repliegue hacia el lenguaje, pero me parece que no hay que asignársela exclusivamente a poetas de los ’90, sino más bien a la poesía de la época. Los modelos de ese repliegue son el Lihn más autoreflexivo, el Millán de “Virus”, eventualmente Juan Luis Martínez, y este puede resultar más o menos eficaz, en el sentido de que en algunos poetas significó adoptar formas lingüísticas arcaicas, en otros perfeccionar la construcción del poema como unidad de sentido, en otros explorar las fronteras entre el lenguaje poético y otros lenguajes callejeros o especializados. Estoy pensando en un espectro que va desde Rafael Rubio a Yanko González.

Otra cosa es la crítica al supuesto academicismo en poesía. Generalmente el “anti-academicismo” en las distintas artes ha provenido de las mismas academias. Así, la postura anti-académica en poesía la han suscrito públicamente en tiempos recientes poetas que son a su vez académicos: Jesús Sepúlveda primero, Héctor Hernández y Felipe Ruiz después. Yo presumo que bajo el término “académico” se quiere decir otra cosa, porque ¿qué sería una poesía academicista? ¿una poesía escrita por académicos? ¿una poesía escrita según reglas generadas en la academia? ¿una poesía escrita para ser estudiada en la academia? Me parece que ninguna de estas situaciones describe toda la poesía escrita en los ’90, y algunas de ellas podrían describir cierta poesía hecha por poetas de los ’80, ’90 o 2000. Eso bajo el supuesto de que en Chile haya algo así como una academia constituida en torno a la poesía que se produce acá ¿la hay realmente?

Creo que acá, cuando se dice “academicismo”, se quiere decir quizás “formalismo”, o se alude a una poesía que no es evidentemente testimonial. Si fuera así, “poesía academicista” sería otra de las expresiones que tanto fascinan a ciertos periodistas, (porque parecen polémicas), que no explican nada (porque crean problemas falsos), y que sirven, finalmente, para prevenir que la gente lea realmente. No sé si se pueda hacer mucho contra eso (piensa solamente en el éxito de Harris con su expresión “poesía burguesa”, que nos tiene preguntándonos por la posibilidad de una poesía proletaria o revolucionaria en Chile). Yo personalmente creo que el debate sobre la preeminencia de la forma o el contenido en poesía es simplista y pasado de moda. Esa pareja de conceptos es demasiado problemática como para describir la poesía contemporánea, cosa que cualquier lector del posestructuralismo sabe. A la vez, es demasiado problemática como para colarse en la discusión pública sobre poesía, que como sabemos es pobre, desinformada, y está más interesada en los poetas que en los poemas.

Creo además que suena bien hablar de una poesía “con contenido” en oposición a una poesía que sería “pura forma”, pero la verdad es que a mí al menos me parece que el contenido (como si fuera tan simple distinguirlo) es aquella parte del poema que se consume fácilmente y yo quisiera hacer una poesía que oponga resistencia a la lectura fácil. Creo que lo mismo quisieran poetas como Sepúlveda, Hernández o Ruiz.

Me llama la atención tu poética de la antología de Francisco Véjar, donde dices: “los poetas en general son tipos con problemas de expresión, que cojean, o tropiezan con la lengua”. Creo que el repliegue puede tener relación con ese tartamudeo, con esa cojera; no deseo generalizar, pero tiendo a pensar que esa especie de desconfianza ante lo discursivo, sea por impericia o por desidia, está atravesada por una experiencia histórica, concretamente la vuelta a la “democracia” que trae una cantidad de situaciones ambiguas e irresueltas que afectan el lenguaje poético o más bien que el lenguaje poético absorbe a su manera. Concretamente en El árbol del lenguaje en otoño (1996) hay una suerte de declaración de principios en su soporte. ¿Cuál es la operación política que ves en este libro y posteriormente en Especies Intencionales (2001)?

La aseveración de la antología de Véjar tiene que ver primeramente con que a mí me cuesta un mundo escribir, cualquier cosa, no solo poesía. No tengo “facilidad de palabra” ni elocuencia al hablar, y supongo que escribo justamente porque el lenguaje es para mí un problema. Es posible que haya una poesía que se escriba desde la confianza de manejar muy bien la lengua, incluso, desde la certeza de estar produciendo una comunicación de calidad “superior” dentro de una lengua dada. Para mí resulta al contrario, la poesía es un tipo de comunicación defectuosa, “inferior” a la comunicación más cotidiana, en el sentido de que la poesía más interesante para mí es la que menos se entiende. Creo que si hay algo así como un “gesto político” en la escritura de poesía, éste se da primeramente en la opción por un lenguaje que no asegura las reglas del “buen decir”, sino que más bien, al problematizarlas, evidencia su arbitrariedad, o la ideología que las genera. Todo esto es seguramente más complejo de lo que soy capaz de explicar aquí. Ahora bien, la desconfianza ante los discursos demasiado totalizadores, demasiado seguros de sí mismos es, sin duda, una actitud adquirida durante nuestra sempiterna transición a la democracia, que ha buscado tantas veces cerrar heridas abruptamente, borrar la historia, establecer versiones oficiales y todo eso. En un plano más personal, esta actitud es una elaboración teórica que proviene de Deleuze y, sobre todo, de las ideas de Valerio Magrelli sobre la poesía.

Con respecto a El árbol del lenguaje en otoño, puedo contarte que lo anterior no era precisamente lo que ocupaba mis reflexiones. En ese momento estaba convencido, a partir de Lihn, de que la poesía era más o menos impotente ante la experiencia personal, que sólo podía falsearla o tergiversarla. Mi idea al escribir en ese momento era ver qué pasaba si el poema intentaba articular no una experiencia cualquiera sino la de su propia escritura. De eso resultaron algunos textos que giran sobre sí mismos, y a la vez están claramente situados en la página, desplegando ante el lector en tiempo real, por así decirlo, el proceso de su escritura/lectura. Eso es lo más interesante del libro para mi gusto (porque también hay ripio y relleno), unos textos que escabullen el contenido en el sentido tradicional del término, para ofrecerse casi como pura materia verbal, digo casi, porque más tarde conocí otras maneras de acercarse a la materialidad de la escritura, y también porque no dejan de ser textos con imágenes, metáforas, incluso cierto tono lírico. Una cosa que llamó la atención del libro es que su formato – páginas sueltas en una carpeta, entre ellas una página fabricada por Alejandra Del Río con hojas de árbol “de verdad” – parece jugar conceptualmente con su título. Sin embargo esa decisión tuvo más que ver con mi inexperiencia editorial, se trataba de una autoedición y pensé que sería más sencillo hacer una suerte de plaquette, como unas que editaba por esa época Sergio Parra con traducciones de poetas extranjeros. En fin, creo que lo más político que tiene este libro es el hecho de que es capaz de irritar algo al lector que busca que los libros le hablen, le digan algo, porque este en general no dice nada, nada más que sí mismo.

En Especies intencionales, en cambio, no hay mayor cuestionamiento del formato libro, de hecho, está impecablemente editado por Leonardo Sanhueza. Armé ese libro porque tenía una buena cantidad de poemas que, inexplicablemente, había adoptado formas supuestamente más tradicionales, y abordaban una variedad de temas (política, amor, vida laboral, y algo que se podría llamar epistemología) con una voz más o menos coherente, es decir, que lograban configurar un sujeto, una persona. Yo pretendo que esa persona es un chileno semi-profesionalizado que circula por el Santiago de mediados de los ’90. Por eso tiene una voz algo perpleja o pasmada, una absoluta falta de certezas sobre aspectos fundamentales (como las distinciones entre sueño y realidad, o mapa y territorio), una cierta apatía política, y la cabeza repleta de imágenes, o sea, en el fondo, vacía. Si bien es un libro “con más contenido”, incluso contenido político, creo que lo político va más bien por el lado de la construcción de ese sujeto del que estamos hablando: un tipo para nada heroico, menos aun un hombre práctico, un sujeto que ni siquiera es antipoético, sino lisa y llanamente prosaico.

Andrés, en tu último libro Banda Sonora hay varias cosas que me interesan. Para empezar la forma que adquiere éste; versos cortos, de una palabra muchas veces, que deslizan o escurren constantemente, algo así como los créditos de una película.
Lo que me llama la atención de esta mecánica de escritura es que cada verso no fija o define sino que requiere del verso siguiente para ser completado, pero apenas sucede aquello se genera otra imagen. Una mecánica del espiral, creo.
Esta estructura resbaladiza llevada de la mano por cierto ritmo monocorde hacen de Banda… un libro excéntrico, raro dentro de las especies de libros de poesía que se escriben hoy en día. Además de la estructura del cómo se escribe el libro, Banda… está compuesto por residuos, como afirmas en una entrevista en LUN, basura de una realidad, entiendo.
Respecto a ciertas imágenes, aparece la manipulación de emblemas (banderas o franjas patrióticas), como también desfilan imágenes en el libro, que si se miran detenidamente son: “pies amarrados y heridos”, “fotos que valen por tantas palabras”, “huesos que redoblen tambores”, “bronquios cubiertos de hiedra”, “ojos poblados de larvas”, “tropas que ingresan containers repletos de televisores”, etc. También las fotografías que lleva el libro esquivan cualquier representación, pero sí se miran con lupa parecen ser detalles de cuerpos femeninos.
Ahora yendo a la pregunta ¿cuál crees tú qué es la naturaleza u origen de los residuos con los que trabajas en este libro? ¿Y finalmente al constatar los deshechos u residuos de una realidad cotidiana (una cultura), cabe pensar la posibilidad de una reconstrucción de memoria o identidad mediante la basura?

El origen de los residuos es bastante variado: recuerdos personales, citas literarias, percepciones al momento de escribir, frases escuchadas o leídas por ahí, trozos de canciones, sueños, etc. No hay preeminencia de unos materiales sobre otros (cultos o populares, reales o imaginarios, importantes o banales, exteriores o interiores, si cabe hablar así): se trata de cosas bastante comunes y corrientes, pero que sufren un proceso de extrañamiento por el tratamiento al que son sometidas. Estas cosas comunes y corrientes se integran a la banda sonora un poco a la manera en que Freud dice que los “restos diurnos” conforman el sueño, con la diferencia de que acá ninguna se vuelve más significativa que otra, no hay un punto privilegiado desde donde comenzar la interpretación. Había pensado poner, como emblema para el texto, el primer hexagrama del I-Ching: seis líneas enteras, iguales, reforzando la idea de que nada sobresale, o que todo está igualmente disponible para el lector. Esto es lo que persigue el tratamiento del material: fundir las imágenes de manera que, dependiendo de la atención y la velocidad de la lectura, uno se encuentre con algo ligeramente distinto cada vez. Creo que lo que subyace a esto es que, justamente, no hay posibilidad de reconstruir una memoria o identidad a partir de los restos, no es posible llegar a una totalización, ya que para lograr la coherencia es preciso dejar de lado algunas cosas, otorgarles mayor significado a otras, hacer lecturas tendenciosas, etc. Si es que el libro funciona, lo hace frustrando la expectativa del lector que busca un contenido bien delimitado. Sabemos que ese tipo de delimitaciones nunca logran eliminar los residuos, y aquí todo es virtualmente un residuo.


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